"Quien quiere pasar despreocupado por puertas abiertas, ha de cerciorarse primero de que dinteles y jambas estén bien ajustados. Este principio, vital para el viejo profesor, es un postulado del sentido de la realidad. Pero si se da un sentido de la realidad, y nadie dudará que tiene su razón de ser, se tiene que dar también algo a lo que se pueda llamar también sentido de la posibilidad.
El que lo posee no dice, por ejemplo: aquí ha sucedido esto o aquello, sucederá, tiene que suceder; más bien imagina: aquí podría, debería o tendría que suceder; y si se le demuestra que una cosa es tal como es, entonces piensa: probablemente podría ser también de otra manera. Así cabría definir el sentido de la posibilidad como la facultad de pensar en todo aquello que podría igualmente ser, y de no conceder a lo que es más importancia que a lo que no es. Como se ve, las consecuencias de tal disposición creadora pueden ser notables; es así como, por desgracia, aparece no pocas veces falso lo que los hombres admiran, y aquello que prohíben, lícito, o bien ambas cosas como indiferentes. Tales hombres de la posibilidad viven, como se suele decir, en una tesitura más sutil, etérea, ilusoria, fantasmagórica y subjuntiva. Cuando los niños muestran tendencias semejantes se procura enérgicamente hacerlas desaparecer, y ante ellos se califica a esos individuos con los apelativos de ilusos, visionarios, endebles y pedantes o sofistas.
Si se les quiere alabar, a estos locos también se les llama idealistas, pero evidentemente de este modo se alude sólo al tipo débil que no alcanza a ver la realidad o se separa lamentablemente de ella, por lo que entonces la ausencia del sentido de la realidad aparece como una auténtica carencia. Lo posible abarca, sin embargo, no sólo los sueños de las personas neurasténicas, sino también los designios no decretados de Dios. Una experiencia posible o una posible verdad no equivale a una experiencia real unida a una verdad auténtica, menos el valor de la veracidad,sino que tienen, al menos según la opinión de sus defensores, algo muy divino en sí, un fuego, un vuelo, un espíritu constructor y la utopía consciente que no teme la realidad, sino que la trata mejor como problema y ficción. [...] La realidad es la que despierta las posibilidades; nada sería tan absurdo como negarlo. No obstante, en el total o en el promedio permanecerán siempre las mismas posibilidades y se repetirán hasta que venga uno al que las cosas reales no le interesen más que las imaginarias. Este es el que da a las nuevas posibilidades su sentido y su fin y el que las inspira."
Musil, Robert: El hombre sin atributos (pp. 18-19), Editorial Seix Barral (colección Austral), Barcelona, 2010.
Continúan perseverando los Indignados en su movimiento de evasión del sistema que les gustaría ver transformado. Pero quien se evade de la realidad, impulsado por la enfermedad del romanticismo, no puede transformarla; solo puede recrearla en su mente de forma idílica, como lo haría un artista condescendiente y frágil. La construcción colectiva de una idealidad quizá nos consuele, quizá nos haga más felices, quizá nos aliente y nos proporcione fuerzas para seguir con nuestras anodinas vidas. Pero, no nos engañemos, es esa una fábrica de espejismos, de espejos que se harán añicos. Tras los espejismos, el sistema se habrá tornado más abyecto y despiadado.
Así que ¿por qué no intervenimos de verdad en la transformación del sistema? ¿Por qué no empleamos, estratégicamente, sus propios recursos para subvertirlo? Se me ocurren, por lo pronto, dos opciones:
En primer lugar, podríamos eliminar a los dos partidos políticos hegemónicos: PSOE y PP. Esto sería viable por la sencilla razón de que el número de personas insatisfechas con la gestión que han hecho estos partidos a lo largo de las últimas dos décadas es superior al número de personas satisfechas. Ni un solo voto para los partidos más poderosos y envilecidos. En su lugar, podríamos votar a cualquiera de los partidos minoritarios, en tanto que es muy probable que algunos escondan proyectos innovadores y valiosos talentos personales que hasta ahora hayan sido reprimidos o acallados.
En segundo lugar, los integrantes del movimiento Indignados más dotados y mejor formados podrían prescindir de las asambleas populares y constituir un partido político. Podríamos entonces concederle mayoritariamente nuestro voto, en detrimento de los partidos hegemónicos.
La disolución estratégica de la oposición PSOE/PP que rige nuestro sistema político crearía realmente, por deconstrucción, la posibilidad de un cambio significativo. Así es como se subvierte un sistema desde su propio seno. No obstante, no hay forma de saber de antemano si la transformación sería positiva o negativa. Pero sin riesgo no hay progreso.
¿El movimiento reivindicativo integrado por ciudadanos que ha tomado los espacios públicos de numerosas ciudades españolas resultará eficiente? ¿Los programas de intervención surgidos de las asambleas originarán una transformación del Sistema?
La respuesta es rotunda: no lograrán sus objetivos. Y no lo harán, simplemente, porque no se puede transformar un sistema —es decir, una estructura— construyendo uno paralelo que opere al margen de sus reglas y mecanismos. Mediante esta estrategia disociativa, solo se puede aspirar a la abolición del sistema dominante, para lo cual es imprescindible recurrir a la fuerza. Por tanto, una estrategia disociativa que prescindiera de la violencia resultaría estéril. Y ese es precisamente el territorio que han ocupado los Indignados: el de la esterilidad.
Para modificar un sistema, para transformarlo sin abolirlo (que es la opción ideal en un orden democrático), hay que optar por una estrategia deconstructiva: hay que habitar las entrañas del sistema (de ningún modo evadirse de él) y emplear sus propios recursos y mecanismos para subvertirlo. Cada arduo y complejo movimiento deconstructivo provoca una leve transformación o, en el peor de los casos, el esbozo de una leve transformación.
¿En qué consiste el método deconstructivo?, se preguntarán. Desafortunadamente, la deconstrucción carece de método o programa. No hay premisas ni instrucciones que se puedan seguir, en ningún caso. La deconstrucción es una operación altamente creativa que, por tanto, solo puede ser generada y ejecutada por intelectos superiores. No se puede transmitir ni se puede enseñar.
Así pues, los Indignados más dotados deberían regresar al Sistema, habitar sus entrañas y deconstruirlo. Deberían cambiar su condición de Indignados por la de Infiltrados. Y, por su parte, los Indignados menos dotados deberían regresar al Sistema, donde deberían esforzarse en adquirir una formación intelectual que les permitiese elegir con más acierto a sus representantes institucionales; una vez adquirida esta formación, deberían crear, en las diferentes subestructuras que les haya tocado habitar, condiciones favorables para que los individuos más dotados puedan llevar a cabo su tarea deconstructiva, tan necesaria en estos tiempos de alaridos y desorientación.
Taurus acaba de publicar en España el polémico ensayo del filósofo Michel Onfray (Freud. El crepúsculo de un ídolo), que se esmera en desmitificar la figura poderosa y omnipresente de Sigmund Freud, a pesar de todo uno de los mayores genios creativos del siglo XX.
La lectura de las reseñas de este libro implacable me han recordado mi propia experiencia con Freud, tan intensa como breve:
Contaba con poco más de veinte años cuando, al comienzo de un verano que se preveía aburrido, decidí leer las obras más emblemáticas de Freud. Tenía curiosidad por conocer el origen de conceptos que yo ya había interiorizado a través de otras fuentes secundarias, conceptos que atravesaban y condicionaban la sociedad y la cultura de las que yo formaba parte. Y aquel verano tórrido y monótono me pareció un buen momento para serpentear entre las raíces del Psicoanálisis.
Comencé leyendo Introducción al Psicoanálisis, una buena síntesis del ideario freudiano. Le siguieron El yo y el ello, Paranoia y neurosis obsesiva, Sexualidad infantil y neurosis y, finalmente, algunos fragmentos de La interpretación de los sueños. Enseguida quedé fascinado por la vasta cultura de Freud, la fuerza literaria de sus exposiciones teóricas y, sobre todo, por la inquebrantable coherencia y verosimilitud de sus complejos entramados conceptuales, basados todos ellos en abstracciones que sin duda lograron estimular adecuadamente mi analítico cerebro. Freud era como uno de esos virtuosos ilusionistas que se sacan la realidad de la manga. Con mucho gusto, me dejé seducir por aquella nueva realidad que, tras muchas horas de lectura reflexiva, me pareció incuestionable.
Así que, como era previsible, no tardé mucho en convertirme en un joven psicoanalista. El adoctrinamiento fue realmente efectivo. A lo largo de los meses posteriores a aquel verano de aprendizaje intensivo, comencé a ver el mundo exclusivamente a través de la lente del Psicoanálisis. Todo a mi alrededor cobró un nuevo significado. Y yo me sentía el depositario de una privilegiada sabiduría que me proporcionaba una notable ventaja estratégica. Así pues, durante aquellos meses me dediqué a psicoanalizarme a mí mismo y, en especial, a psicoanalizar, desde una prudencial distancia y en silencio, a familiares y amigos. Obtuve conclusiones que me parecieron relevantes y esclarecedoras (menos mal que mis allegados no sabían nada de mis pesquisas).
Pronto, sin embargo, se activó en mi cerebro un proceso autocrítico. Esta crítica se extendió rápidamente a la obra de Freud que tanto me había fascinado en primera instancia. Pronto me di cuenta de que me había convertido en siervo y prisionero del Psicoanálisis. Pude oler con rotundidad la atmósfera opresiva y enrarecida de mi prisión, como lo hace el enamorado en los pocos momentos de lucidez que le sobrevienen. Seguidamente, detecté, en un acto no menos mágico que el que me encandiló, los errores y falacias del Psicoanálisis y, sobre todo, sus peligros. Entonces, sin perder ni un minuto, comencé a desintoxicarme, lo cual no me resultó muy difícil, pues yo me desintoxico con la misma facilidad con la que me intoxico.
Así fue. Gracias a Freud, de todos modos, por depararme unos meses tan divertidos. Le debemos mucho a Freud. Muchas de sus intuiciones, desarrolladas con auténtico genio literario, han hecho avanzar algunas disciplinas científicas. Ahora bien, mucho cuidado con las prisiones. Están ahí aunque sean invisibles.
Hoy quisiera compartir con todos los lectores de este blog unas sabias palabras. Porque a menudo la literatura, luminosa y honesta, es la única respuesta posible:
[…] uno suele saber cómo acaban las cosas, cómo evolucionan y qué nos aguarda, hacia dónde se encaminan y cuál ha de ser su término; todo está ahí a la vista, en realidad todo es visible desde muy pronto en las relaciones como en los relatos honrados, basta con atreverse a mirarlo, un solo instante encierra el germen de muchos años venideros y casi de nuestra historia entera —un solo instante cargado o grave—, y si queremos la vemos y la recorremos ya, a grandes rasgos, no son tantas las variaciones posibles, los indicios rara vez engañan si sabemos discernir los significativos, si se está —pero es tan difícil y catastrófico— dispuesto a ello; uno ve un día un gesto inconfundible, asiste a una reacción inequívoca, oye un tono de voz que dice mucho y más anuncia aunque también oiga uno la lengua morderse —demasiado tarde—; siente en la nuca el carácter o la propensión de una mirada cuando ésta se sabe invisible y resguardada y a salvo, tantas son involuntarias; nota la melosidad o la impaciencia, percibe las intenciones ocultas que no están ocultas jamás del todo, o las inconscientes antes de que se vuelvan conciencia en quien deberá abrigarlas, a veces prevé uno a alguien antes de que ese alguien se prevea a sí mismo ni se conozca ni se intuya siquiera, y adivina la traición aún no fraguada y el desdén aún no sentido […]
[…] Y la explicación ha de ser simple, de algo tan compartido por tantos: es solo que sabemos, y lo detestamos; que no toleramos ver; que odiamos el conocimiento, y la certidumbre, y el convencimiento; y nadie quiere convertirse en su propio dolor y su fiebre… […]
Javier Marías, Tu rostro mañana (pp. 46-48), editorial Alfaguara, Madrid, 2009.
1. El que aspire a ser un buen editor no debe mentir a sus autores.
2. El que aspire a ser un buen editor no debe coaccionar a sus autores.
3. El que aspire a ser un buen editor no debe injuriar a sus autores.
4. El que aspire a ser un buen editor debe promocionar y difundir adecuadamente las obras de los autores que han depositado su confianza en él.
5. El que aspire a ser un buen editor no debe distribuir, premeditadamente, ejemplares defectuosos de las obras de sus autores.
6. El que aspire a ser un buen editor no debe infringir La Ley de Propiedad Intelectual.
7. El que aspire a ser un buen editor debe aprender, previamente, las normas ortográficas y gramaticales básicas del idioma en que se expresa habitualmente.
8. El que aspire a convertirse en un buen editor debe asegurarse un conocimiento profundo de la tradición literaria.
9. El que aspire a convertirse en un buen editor debe respetar el trabajo intelectual de sus autores.
10. El que aspire a convertirse en un buen editor debe asumir que no es más inteligente que la mayoría de los creadores.
Un día estaba en mi casa sumamente aburrido. Para combatir el aburrimiento, decidí matricularme en un máster de Literatura Comparada. Pero no dejé de aburrirme. De todos modos, llegué a escribir un trabajito teórico antes de abandonar el máster para invertir mi tiempo en asuntos más productivos. A mi profesora (ella pensaba que era mi profesora) dicho trabajo, que deconstruía la teoría literaria que ella defendía, no le gustó ni un pelo. Como supongo que mi texto no gustará a muchas otras personas, me he decidido a publicarlo. Aquí lo tenéis:
Siempre me ha llamado la atención que, en los estudios literarios, la férrea oposición relato (auto)biográfico / relato ficticio conviviese apaciblemente con el aserto de que todo relato ficticio es —aunque veladamente— un relato autobiográfico. Pero, teniendo en cuenta esto, aún me llama más la atención que la afirmación de que todo relato es ficticio, incluidos los (auto)biográficos, no haya hecho tanta fortuna, es decir, que se haya convertido, desde su primera irrupción en el discurso, en un ente incómodo, subversivo, que muchos se han afanado en acallar, en ocasiones de manera casi delictiva. Me sorprende esta circunstancia porque, desde mi modesto punto de vista, este segundo aserto no hace más que proclamar descaradamente lo que el otro enuncia sutilmente: la naturaleza artificial de la oposición. Quizá haya sido esa sutileza, esa fingida ingenuidad, la que haya llevado a engaño a las autoridades e instituciones que lo han acogido paternalmente en su seno, por considerarlo un hijo complaciente que perpetuaría su código genético. Pero este aserto complaciente no era tal; este aserto era una entidad especular, una entidad que llevaba inscrita en sí misma la inevitabilidad del desdoblamiento: todo relato es (auto)biográfico / todo relato es ficticio. Así, la ironía reside en que, al mismo tiempo que se arropa al aserto complaciente, se denosta y excluye al subversivo, que no es sino el reverso del primero, su imagen especular.
Hecha esta puntualización, me centraré en el aserto subversivo. Resulta comprensible que se alcen protestas airadas contra esta afirmación implacable, que se viertan sobre ella reproches a veces ingeniosos, a veces pueriles, ya que su validación, su ‘canonización’, supondría la debacle de instituciones literarias (y de otra índole) y de sistemas conceptuales que atraviesan nuestra cultura y nuestra psique y que, por consiguiente, no dejaría otra opción que la de construir, en un laborioso, pesaroso y, aun así, productivo proceso, un nuevo ideario sobre sus ruinas, ardua tarea que gran parte de los teóricos postestructuralistas ya han emprendido con tanta temeridad como brillantez. Lo repito: es comprensible y, desde luego, legítimo sentir pánico ante la amenaza de un desmoronamiento semejante y, consecuentemente, ampararse en un ancestral mecanismo de defensa psicológico que cobra la forma de una pertinaz estrategia de resistencia. Una de esas estrategias de resistencia es el advenimiento del ‘nuevo’ género de la autoficción, una entelequia que viene a reforzar la oposición relato (auto)biográfico / relato ficticio. Antes de evidenciar el modo en que la autoficción la refuerza, conviene sintetizar sus postulados teóricos:
El género autoficcional es el resultado de la revisión que Serge Doubrovsky —crítico y novelista francés— hizo de la teoría del pacto autobiográfico de Lejeune (Le pacte autobiographique, 1975), la cual, aunque especulaba con la posibilidad teórica de que pudieran existir artefactos narrativos híbridos que promovieran una lectura ambigua (a ratos autobiográfica, a ratos ficticia), descartaba que tal ambigüedad pudiera llevarse a la práctica. Con respecto a este postulado, la intervención de Doubrovsky, más que una revisión, fue una contundente refutación que se corporeizó en una novela (Fils, 1977) que reproducía ese movimiento ambivalente que Lejeune había considerado una mera abstracción que, en la práctica, no podía materializarse. Doubrovsky calificó a su novela de autoficcional y, a partir de entonces, un buen número de críticos perseveraron en el escrutinio de todo tipo de novelas con la esperanza de hallar en algunas las propiedades que definían al ‘nuevo’ género. Y, como el que está predispuesto a encontrar algo termina encontrando lo que busca, su empeño tuvo un gran éxito.
Supuestamente, en un relato autoficcional el autor de la obra es tanto el narrador de la diégesis como el personaje principal de la historia (esta afirmación, que se presenta en los textos teóricos como un axioma, sin duda les sonará de forma chirriante a muchos de los que invierten gran parte de su tiempo en escribir literatura). Además, un texto autoficcional, a diferencia de los autobiográficos o novelescos, establece un pacto ambiguo con el lector, según el cual su acto de lectura debe consistir en sufrir un irremediable estado de indeterminación, en permanecer sempiternamente indeciso, en formularse una inacabable sarta de preguntas acerca de si los hechos narrados forman parte de la biografía real del escritor-narrador o no, porque, por lo visto, leer un texto literario, interpretarlo, se reduce a eso; reducción que, también por lo visto, resulta de lo más divertida. Las siguientes palabras de Manuel Alberca, defensor a ultranza del género autoficcional en España, ilustran de forma diáfana estos conceptos:
Posiblemente, el principal obstáculo para la aceptación del género autoficcional, y por tanto de esta investigación, provenga de que la mayoría de los textos autoficticios subvierten de una manera sutil, pero eficaz, algunas de las ideas comúnmente aceptadas. Existe, por ejemplo, un acuerdo casi unánime en torno a la idea de que una parte importante de la creación literaria hunde sus raíces en lo biográfico, en lo vivido, en lo imaginado o en lo soñado por el autor, y que éste tiende normalmente a disimularlo, camuflarlo o recrearlo de manera artística. Pues bien, la autoficción opera con otra lógica, con otros mecanismos, y utiliza de manera evidente, consciente y explícita, a veces también tramposa, la experiencia autobiográfica.
[…] Precisamente la propuesta y la práctica autoficcional es la contraria: confundir persona y personaje, hacer de la propia persona un personaje, e insinuar, de manera confusa y contradictoria, que ese personaje es y no es el autor. Esta ambigüedad calculada o espontánea, irónica o autocomplaciente, según los casos, constituye una de las fuentes de la fecundidad del género, pues, a pesar de que sin ambages autor y personaje son la misma persona en el presente, en el pasado o en el sueño, el texto no postula una exégesis autobiográfica, toda vez que lo real se presenta como una simulación novelesca sin apenas camuflaje o con algunos elementos ficticios.[1]
Como se ha podido apreciar, Alberca no duda ni un momento en aseverar que el género autoficcional es subversivo. La subversión, al parecer, consiste en mostrar de forma explícita, aunque ambigua, lo que otros textos narrativos disfrazan con pudorosos subterfugios: que los acontecimientos y experiencias relatadas tienen su origen en la vida del autor. Este argumento —relativamente hábil pero tramposo— ha sido pergeñado y puesto en funcionamiento para solidificar la oposición relato (auto)biográfico / relato ficticio, para hacer de ella una argamasa indisoluble. Porque, al situarse la autoficción en el centro de la oposición, al señalar indecisa en ambas direcciones, al bascular como un péndulo de un lado a otro, la legitima y la vivifica. ¿Qué hay de subversivo en esta actitud? ¿Acaso es subversiva la endogamia? De ningún modo. Pero, en realidad, Alberca y compañía no son los artífices de semejante manipulación, no son los creadores del nuevo término fortificador, sino el propio lenguaje metafísico, que, amenazado por los demonios que intentan deconstruirlo, habla y actúa a través de sus siervos como un ventrílocuo, apropiándose, si es necesario —como es el caso— de un término (subversivo) que, en sus discursos, pierde su significado intrínseco, ya que lo subversivo no puede ser de ninguna de las maneras el acto de perpetuación, sino el de disolución, el acto de disolución momentánea (por ahora sólo se puede aspirar a eso) que, lejos de reforzar la oposición como arguyen algunos, graba tanto en la retina de quien la ejecuta como en la de quien simplemente la contempla desposeído de prejuicios, la huella imperecedera de su impostura.
Dicho esto, es necesario que me detenga en los mecanismos responsables del premeditado movimiento ambiguo de la autoficción. Puedo afirmar —sin riesgo a pecar de impreciso— que el efecto autoficcional lo provoca la interrelación entre ciertos elementos deícticos (nombre del narrador, nombres de lugares, de personajes, fechas, etc.), diseminados por el texto, y sus referentes externos, situados en otros discursos (contraportada del libro, reseñas biográficas, declaraciones del autor) contiguos al texto autoficcional. Sin lugar a dudas, esta es una noción extraída de la lingüística y, concretamente, de la pragmática, disciplina de gran relevancia en el último tercio del siglo XX que está constituida por diversas teorías (la de la relevancia, la de los actos de habla, la del principio de cooperación, etc.) que, en síntesis, estudian las relaciones de los discursos entre sí y de los textos con sus contextos. En el campo de la lingüística, la pragmática se ha revelado como una disciplina asombrosamente productiva; en el de la literatura, como constataré, no produce los mismos frutos.
Retomando la problemática del relato autoficcional, la interrelación entre deícticos y referentes recuerda a la noción de cotexto de Halliday, según la cual, grosso modo, la interpretación del significado de un texto depende, obligatoriamente, de lo que se ha dicho anteriormente y de lo que se dirá después, es decir, de los discursos que lo preceden en el tiempo y en el espacio y de los que lo suceden; de esto se infiere que los textos, sean literarios o no, no significan por sí mismos, ni siquiera existen, sólo significan o existen como piedras mudas que sólo hablan cuando otras piedras adyacentes las legitiman. En lingüística, insisto, esto es productivo; pero, en literatura, entraña peligros de los que pronto hablaré. Así pues, el texto autoficcional necesita de la presencia de otros discursos en su contexto para producir en el lector el efecto que lo define. Pero este aserto no es del todo cierto; mejor dicho, no es exacto. En realidad, el relato autoficcional no actúa como un mecanismo detonador; antes bien, se constituye en mero escaparate que presenta, pasivamente, una ristra de estímulos. Por tanto, es el lector quien construye, en un discurso superpuesto al del propio texto, el juego ambivalente de la autoficción. Pero, ¿qué ocurriría si el lector no tuviera a su disposición los discursos adyacentes al texto en cuestión, qué pasaría si ni siquiera supiese de su existencia, como, de hecho, ocurre en la mayoría de ocasiones? En estos casos, ¿el texto sería capaz de estimular al lector para que éste produjese el juego autoficcional? Podría hacerlo —si bien de forma leve— si el nombre del narrador fuese idéntico al del autor. Pero ¿y si el nombre del autor se hubiera borrado de la Historia, como, verbigracia, ocurre en el caso del Lazarillo de Tormes? En resumidas cuentas, el texto, trasladado a un contexto en el que la totalidad de su origen se hubiera borrado, ¿sería leído en clave autoficcional? Estos interrogantes son tan elocuentes que no necesitan ser contestados.
En conclusión, la autoficción es un fenómeno que está fuera de la escritura como inscripción, fuera de toda estructura textual en tanto que no necesita de una estructura determinada para manifestarse, ya que cualquier texto, sea cual sea el juego de su estructura, al ser cotejado con sus peritextos ‘biográficos’, se erige en estímulo de lecturas autoficcionales; de hecho, ni siquiera es necesario dicho cotejo para que esto se produzca, pues, en realidad, el juego de la autoficción ha sido siempre un efecto colateral de la archifamosa oposición, desde mucho tiempo antes de que ella misma se decidiera a bautizarlo y, de este modo, presentarlo en escena para que iluminase su territorio. Así pues, la autoficción es un instrumento adoctrinador, un maléfico mecanismo que deshabilita el enorme potencial semántico de los textos, que oculta sus estructuras imponiendo una en particular; es, en suma, una maniobra fundamentalista que imposibilita una dialéctica epistemológica entre el lector y el texto, del mismo modo que lo son los esfuerzos por dotar de autoría a textos anónimos con el fin de imponerles un significado.
Por tanto, mi argumentación desemboca, irremediablemente, en uno de los asertos iniciales: todo texto literario es ficticio; o, prescindiendo del lenguaje metafísico, todo texto literario es una presencia diferida que, al presentarse en el discurso como una huella, borra su origen y, por ende, lo hace irrecuperable. Este concepto socava las categorías metafísicas de autobiografía y autoficción. No obstante, entiendo que a muchos cualquier intento de borrar al autor como origen les parezca banal y ridículo; efectivamente, la presencia autorial como sombra que se cierne sobre los textos es tan poderosa y patente que, a cualquiera con un mínimo de sentido común, no se le ocurriría ni siquiera plantearse la posibilidad de su irrelevancia e, incluso, de su inexistencia; desde luego, parece indiscutible que siempre hay un autor que moldea sus textos y que, llevado por su narcisismo connatural, introduce en ellos, implícita o explícitamente, su experiencia vital. Ahora bien, esto no invalida mi argumento (un argumento que no es mío) del origen borrado y la presencia diferida, pues, cuando éste declara la imposibilidad de todo origen, no pretende aniquilar al autor como productor, sino resquebrajar la corteza metafísica que oculta el mecanismo que produce todos los discursos que constituyen el mundo que percibimos. Pero, en este momento, es preferible que sea el discurso derridiano el que nos ilustre:
La différance es no sólo irreductible a toda reapropiación ontológica o teológica —onto-teología—, sino que, incluso abriendo el espacio en el que la onto-teología —la filosofía— produce su sistema y su historia, la comprende, la inscribe y la excede sin retorno.
Por la misma razón, no sabré por dónde comenzar a trazar el haz o el gráfico de la differánce. Puesto que lo que se pone precisamente en tela de juicio es el requerimiento de un comienzo de derecho, de un punto de partida absoluto, de una responsabilidad de principio. La problemática de la escritura se abre con la puesta en tela de juicio del valor de arkhé.[2]
En definitiva, no se puede aceptar la aseveración de que todo texto literario —aunque los tildemos de autobiográficos, autoficcionales o novelescos por razones pragmáticas— es ficticio si no se ha comprendido el concepto derridiano de différance; una différance que, como el propio Derrida matiza, ni es una palabra ni es un concepto. Sin aprehender las nociones de intervalo, de temporización y temporalización, resulta imposible ver más allá de las oposiciones que nos gobiernan y sojuzgan.
Para apoyar sólidamente mi argumentación final tendría que introducir, en este preciso momento, la mayor parte del texto de la différance. Como eso sería descabellado, un auténtico despropósito, me limitaré a mostrar algunos de sus fragmentos y a glosar las conclusiones que éstos no aportan, arriesgándome a incurrir en una simplificación epistemológica poco aconsejable pero necesaria:
[…] Pues la distribución del sentido en el griego no comporta uno de los dos motivos del differre latino, a saber, la acción de dejar para más tarde, de tener en cuenta, de tener en cuenta el tiempo y las fuerzas en una operación que implica un cálculo económico, un desvío, una demora, un retraso, una reserva, una representación, conceptos todos que yo resumiría aquí en una palabra de la que nunca me he servido, pero que se podría inscribir en esta cadena: La temporización [temporisation]. Diferir en este sentido es contemporizar, es recurrir, consciente o inconscientemente, a la mediación temporal y contemporizadora de un desvío que suspende el cumplimiento o la satisfacción del «deseo» o de la «voluntad», efectuándolo también en un modo que anula o templa el efecto. Y veremos —más tarde— que esta temporización es también temporalización [temporalisation] y espaciamiento, hacerse tiempo del espacio y hacerse espacio del tiempo, «constitución originaria» del tiempo y des espacio, diría la metafísica o la fenomenología trascendental en el lenguaje que aquí se critica y desplaza.
[…] Différance como temporización, différance como espaciamiento. ¿Cómo se conjugan?
Partamos, puesto que ya estamos instalados en ella, de la problemática del signo y de la escritura. El signo, se suele decir, se pone en lugar de la cosa misma, de la cosa presente, «cosa» vale aquí tanto por el sentido como por el referente. El signo representa lo presente en su ausencia. Tiene lugar en ello. Cuando no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser-presente, cuando lo presente no se presenta, significamos, pasamos por el rodeo del signo. Tomamos o damos un signo. Hacemos signo. El signo sería, pues, la presencia diferida. Bien se trate de signo verbal o escrito, de signo monetario, de delegación electoral y de representación política, la circulación de los signos difiere el momento en el que podríamos encontrarnos con la cosa misma, adueñarnos de ella, consumirla o guardarla, tocarla, verla, tener la intuición presente. Lo que yo describo aquí para definir, en la banalidad de sus trazos, la significación como différance de temporización, es la estructura clásicamente determinada del signo: presupone que el signo, difiriendo la presencia, sólo es pensable a partir de la presencia que difiere y a la vista de la presencia diferida que pretende reapropiarse. Siguiendo esta semiología clásica, la sustitución del signo por la cosa misma es a la vez segunda y provisional: segunda desde una presencia original y perdida de la que el signo v endría a derivar, provisional con respecto a esta presencia final y ausente en vista de la cual el signo sería un movimiento de mediación.[3]
Para que quede claro, lo que Derrida critica y desplaza es, por ejemplo, un movimiento del siguiente tipo: una cadena en la que el significante K de la obra literaria El castillo sólo pueda pensarse a partir de la presencia de la que difiere: en primer lugar, de la K del significante Kafka que, a su vez, difiere del autor; y, en última instancia, del autor mismo como presencia originaria. Un movimiento que subordine el significado de todos los elementos de un texto a la presencia que, aparentemente, las originó. Se critica esta operación porque enmascara el movimiento real de la huella. Simplificándolo hasta el extremo, dicho mecanismo funciona del siguiente modo: el intervalo de temporización y temporalización que hay entre un significante y aquel del que difiere provoca en el primero una desfiguración tal, que, desde el presente en el que se presenta, resulta imposible recuperar su origen y, por consiguiente, pensarlo, hacerlo significar, a partir de ese origen borrado; queda patente, pues, la imposibilidad de toda relación deíctica. No se puede escapar de este mecanismo porque gobierna todas las capas del discurso. Así, cuando un autor trata de recrear literariamente —ya sea de forma autobiográfica, ya sea de forma novelesca— una experiencia vivida, ocurre lo siguiente: en el fondo de su memoria el hecho real ya está depositado como una huella, como un significante diferido, es decir, desfigurado; en el transcurso del inconsciente a la conciencia (empleo los conceptos freudianos de forma estratégica, pues el inconsciente no es sino un efecto del propio mecanismo temporizador), el significante vuelve a diferir, a desfigurarse, presentándose ante el individuo como la huella de la huella de la huella; y, obviamente, en el intervalo entre la conciencia y la inscripción gráfica, entre la observación lúcida de la huella y su recreación literaria, se produce una nueva desfiguración de un significante que, a pesar de ser una presencia reiteradamente diferida, reiteradamente desfigurada, es susceptible de ser considerada —¡preciosa paradoja!— un ‘hecho real’, el suplemento que ilumina un ‘hecho real’ originario. Siguiendo la retórica del celebérrimo artículo de Paul de Man (Autobiography As De-Facement, 1979) sobre la autobiografía, podría decir que, en cada uno de los intervalos señalados, tiene lugar una transfiguración tropológica del significante; la tropología, por descontado, no sería más que el efecto perceptible de la temporización, del diferir, y de ningún modo la temporización y el diferir en sí mismos.
A continuación, aportaré un ejemplo práctico que tratará de clarificar todas estas abstracciones. En este sentido, me ha parecido oportuno recurrir a un fragmento muy significativo de mi nouvelle La soledad de los cisnes[4]:
Una de las escenas más demoledoras que me ha deparado la vida me la suministró, una de aquellas mañanas de invierno, aquel amasijo de hierros y perversión: iba sumido en mis pensamientos, atenta mi vista a los guijarros del suelo, cuando unos gritos desesperados llegaron a mis oídos. Inmediatamente, giré la cabeza en dirección a la playa y clavé los ojos en dos personas —hombre y mujer— que yacían en la arena a escasos centímetros del amasijo de hierros: el hombre sujetaba la cabeza de la mujer, la zarandeaba y, al mismo tiempo, le suplicaba, con escandalosos sollozos, que se despertara. Asaltado por la curiosidad, en un impulso temerario, entré en la sucia arena y me acerqué a la atípica pareja. Cuando llegué a su altura, el hombre, que no reparó en mi presencia, comenzó a abofetear duramente a la mujer, que parecía desmayada. Entonces me fijé en la palidez de su rostro, en el intenso color morado de sus labios, en la espuma amarillenta que brotaba de sus comisuras y, por último, en la jeringuilla que tenía clavada en el gozne del antebrazo, abarrotado de venas como culebras de agua. Espantado, tropecé con mis propios pies y me caí de culo. Al momento llegaron, a toda prisa, un par de barrenderos —los identifiqué por el uniforme naranja— que, en primer lugar, me expulsaron de allí a gritos; y, en segundo lugar, trataron de auxiliar, seguramente en vano, a la heroinómana desflorecida.
Cuando escribí este fragmento, no lo hice con voluntad autobiográfica; en ningún momento fui consciente de que pudiera estar inspirado en alguna de mis experiencias vitales. Sin embargo, al cabo de un par de años, mientras releía este fragmento, recordé de repente un suceso de mi infancia que, curiosamente, presentaba inquietantes concomitancias con el de la novela: contiguo al colegio de educación primaria en el que yo estudiaba, había un descampado circundado por muros de hormigón; en uno de los muros —situado a pocos metros de la entrada de la institución escolar—, los heroinómanos del barrio habían hecho un amplio orificio para poder acceder con facilidad al descampado e inyectarse la heroína sin llamar la atención. Un día como otro cualquiera, salí del colegio en compañía de otros estudiantes y me di de bruces con una macabra escena: una mujer yacía en el suelo, al lado del orificio del muro, mientras un hombre, que pedía auxilio, le propinaba violentas bofetadas en las mejillas. Recuerdo que un par de personas nos ahuyentaron y atendieron a la pareja de heroinómanos.
¿Se podría afirmar que el suceso que acabo de rememorar es el origen del suceso literario y que, por tanto, este último debe interpretarse a partir de él? ¿No se podría aseverar que la presentación tropológica del suceso no ha borrado su origen? ¿No demuestra este ejemplo que siempre hay un punto de partida y que éste se puede recuperar? Ciertamente, no. En muchas ocasiones he intentado recuperar el origen de esta anécdota literaria, sin éxito. Y es que el primer sedimento de la memoria ya era un producto diferido, y el texto que acabo de construir es otro. Ya no puedo determinar si hace veinte años contemplé a una mujer y a un hombre, a dos mujeres, a dos hombres; si la mujer yacía sobre el suelo o estaba apoyada contra el muro, si la mujer vomitaba espuma amarillenta o verde o roja por la boca o si tenía la boca cerrada y limpia; si tenía o no una jeringuilla clavada en el antebrazo, si éste presentaba unas venas hinchadas o unas venas imperceptibles; si las personas que nos ahuyentaron eran padres o profesores o transeúntes o barrenderos, etc. Sólo tengo la evidencia de sistemas tropológicos inscritos. Sí, aunque el origen se haya borrado, aún puedo ver —si bien borrosamente— parte de la cadena; pero llegará el día en que esa parte de la cadena que ahora atisbo desaparezca y sólo quede ante mis ojos la evidencia de una huella solitaria y huérfana; y, asimismo, llegará el día en que otra huella borre del discurso las palabras que ahora mismo estoy escribiendo. El juego de la différance es implacable.
En conclusión, no tiene ningún sentido enmascarar el mecanismo de la huella y su efecto tropológico mediante las entelequias de la autobiografía y de la autoficción. Estos términos resultan útiles para catalogar los textos literarios, para entendernos entre nosotros en el seno del lenguaje metafísico del que estamos presos; pero para nada más. No producen conocimiento. Son epistemológicamente inoperantes.
© Juan Serrano Cazorla
Referencias Bibliográficas
ALBERCA, Manuel: El pacto ambiguo: de la novela autobiográfica a la autoficción, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007.
DERRIDA, Jacques: La differance, en Marges de la philosophie, París, Minuit, 1972. Trad. Esp.: Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1988.
DOUBROVSKY, Serge: Autobiographiques, PUF, París, 1988.
LEJEUNE, Phillipe: Le pacte autobiographique, Seuil, París, 1975.
DE MAN, Paul: Autobiography As De-Facement, en: The Rhetoric of Romanticism, Columbia University Press, Nueva York, 1984, pp. 67-81.
[1] Alberca, Manuel: El pacto ambiguo, en: Boletín de la Unidad de Estudios biográficos, nº 1, Universidad de Barcelona, 1996.
[2]Derrida, Jacques: La differance [en línea]. <http://www.jacquesderrida.com.ar.> [citado en 26 de enero de 2008].
[3]Ibíd.
[4] Serrano Cazorla, Juan: La soledad de los cisnes (inédita), 1999.
Os dejo un archivo en PDF que contiene un interesante y certero artículo de Jason Epstein sobre la revolución digital en la que ya está sumido, irreversiblemente, el sector editorial.
Hace tiempo que estoy convencido de que el futuro que se avecina es muy prometedor para los autores. Tarde o temprano conquistaremos la independencia que nos merecemos.
Decía uno de los lectores de este blog, en una de las entradas anteriores, que las historias de Kafka sólo pueden ser decodificadas por mentes privilegiadas. Este aserto me ha revelado la necesidad de esclarecer los conceptos de decodificación e interpretación.
Quizá sea este un asunto demasiado sesudo para tratarlo escuetamente en un blog. No obstante, intentaré sintetizarlo (disculpad, en cualquier caso, la simplificación en la que irremediablemente voy a incurrir).
Veamos, ¿qué se entiende por decodificación literaria? Digamos que es un proceso deductivo que consiste en descifrar un texto que, previamente, ha sido sometido a un sistema de reglas que no pueden inferirse a partir del mero contacto con el texto. La finalidad de este proceso es aprehender el significado del texto, indudablemente unívoco. La decodificación no es posible, pues, si no se conocen previamente las reglas en función de las cuales se ha construido el texto. Así, para decodificar un poema de la Edad de Oro, es necesario conocer en profundidad el conjunto de normas y preceptos, tanto retóricos como culturales, que lo hacen posible. Si se conocen, si se ha alcanzado cierta pericia en el dominio de estas normas, la decodificación es efectiva y, por tanto, el significado emana del texto con total claridad. En este sentido, toda la literatura que se ha producido hasta finales del siglo XIX se puede decodificar. Así pues, para entender todos estos textos literarios, no es necesario poseer una mente privilegiada; basta con ser un erudito (o un alumno afortunado que cuenta con un buen profesor).
Y por lo que respecta a la interpretación, ¿es una forma especial de decodificación o algo totalmente distinto? Resolvamos la incógnita del siguiente modo: si fuera un proceso especial de decodificación la literatura se habría convertido ya, a estas alturas, en algo muy aburrido.
En síntesis, la interpretación literaria (en suma cualquier tipo de interpretación) es un proceso esencialmente inductivo que consiste, simplificando, en inferir relaciones existentes entre diferentes elementos del texto que permitan formular una hipótesis sobre su significado, irremediablemente equívoco, inestable. Esto implica que el significado del texto no depende de un sistema de reglas que precede a dicho texto en el tiempo y el espacio. Antes bien, el significado se tambalea sobre un sistema de normas fantasmales que se revela –que se intuye- durante el propio acto de lectura.
Buena parte de los textos modernos y posmodernos (los que se han producido desde inicios del siglo XX hasta la actualidad) no admiten ser sometidos a un proceso de decodificación, en tanto que no han sido codificados (en realidad, la ausencia de codificación no es más que un artificio subversivo que en el fondo entraña una codificación; un artificio irónico, vamos. Pero dejemos este complicado matiz). Por consiguiente, hay textos que obligatoriamente han de ser interpretados si lo que se persigue es el objetivo de conformar un significado.
La interpretación –el acto hermenéutico- requiere más capacidad intelectual que la decodificación, pues se trata de un proceso creativo de gran complejidad. En otras palabras, la interpretación de un texto literario que no ha sido codificado (o que simula esta ausencia mediante un artificio) exige una gran flexibilidad cognitiva por parte del sujeto implicado en dicho proceso.
Este es el obstáculo insalvable con el que se topan muchos de los lectores de discursos literarios innovadores (como, por ejemplo, los de Kafka): su falta de flexibilidad cognitiva, su baja tolerancia a la ambigüedad. Entonces sobreviene la frustración y, acto seguido, el rechazo de lo que la provoca.
Y ahora ha llegado el momento de enlazar con una entrada anterior de este blog:
En definitiva, para disfrutar de la obra de Kafka hay que poseer una mente flexible. No pretendo insinuar con esto que Eduardo Mendoza no la tenga (la tiene, puesto que es un gran creador). Lo que hace Mendoza al arremeter contra Kafka es defender la supervivencia de una poética -de una forma muy concreta de hacer literatura- que él, por lo visto, considera la más adecuada. Y lo hace, quizá, con la intención de amedrentar a los jóvenes literatos que se están abriendo paso en estos días mediante golpes de estiletes nocilleros. Desde luego, no hay mejor manera de arredrar a los arrogantes pipiolos que degradando uno de sus símbolos patriarcales más eximios.
Este último párrafo, por descontado, es un acto interpretativo.
Hoy en día, publicar un primer libro en una editorial (quedan exentas las plataformas de autoedición) es casi imposible. De modo que, cuando uno lo consigue, cree ingenuamente que el calvario ha llegado a su fin. Nada más alejado de la realidad. Pronto se topa con nuevos escollos. El más importante, quizá, sea el de la distribución.
Me explico: las librerías cuentan con un espacio limitado para exponer las novedades. Por tanto, no pueden acoger la cantidad ingente de libros que reciben periódicamente (prácticamente cada día). Eso, como deduciréis, implica que muchas de las novedades que, en la mayoría de los casos, han sido sometidas a un largo y meticuloso proceso de edición, sean desahuciadas poco tiempo después de su nacimiento. Así es, las librerías devuelven inmediatamente buena parte de los libros que reciben de las distribuidoras, a veces incluso sin haber abierto las cajas donde están almacenadas, que se convierten así en úteros en descomposición que terminan arruinando al editor y, sobre todo, al escritor.
Sólo los libros de los autores consagrados y los de las editoriales hegemónicas tienen un lugar asegurado en las librerías (de hecho, estos libros suelen salir al mercado con la primera edición agotada, pues las grandes superficies reservan grandes cantidades de ejemplares, lo que implica que las pequeñas librerías no reciban ni uno durante las primeras semanas).
¿Qué puede hacer una pequeña editorial independiente frente a esta desalentadora situación? Pues ir de librería en librería para tratar de convencer a sus responsables de que tal libro que van a publicar pronto merece permanecer un tiempo en sus estanterías, aunque sólo sea una mísera semana.
Así pues, si a partir de octubre La otra vida no comienza a salir rápidamente de las librerías en brazos de sonrientes lectores, pronto regresará a la más lúgubre de las catacumbas.
Así es como se pierden para siempre muchos libros valiosos.
Recientemente me he topado en Internet con unas sorprendentes declaraciones de Eduardo Mendoza, escritor de indudable talento literario. Según el señor Mendoza, que se expresa con la rotundidad que le permite el merecido prestigio que ha conseguido como novelista a lo largo de su dilatada carrera, Franz Kafka era un mal escritor. Desde luego, se trata de una afirmación arriesgada en la que, por otra parte, no he percibido ironía alguna. Pero más que la afirmación en sí me han sorprendido los endebles argumentos que la respaldan. Escuchemos al protagonista:
En mi opinión, esta es la prueba irrefutable de que un buen novelista no tiene por qué ser, al mismo tiempo, un buen crítico literario.
La verdad es que me da mucha pereza contraargumentar al señor Mendoza. No hay controversia posible.
Sí diré algo sobre el autor de El castillo: Kafka era el escritor más dotado de su tiempo. Y, como la mayoría de los individuos profundamente superdotados, fue víctima de su propia inteligencia y de los rasgos de personalidad asociados a ésta. Kafka no tenía conciencia de ser un mal escritor (todo lo contrario). Simplemente, era extremadamente perfeccionista y, por tanto, tenía miedo al fracaso. Sus expectativas eran tan elevadas, que la posibilidad de que su innovadora obra literaria no fuera bien acogida por el público y por la crítica le provocaba un pavor que no se puede describir con palabras. De ahí que no publicara su obra en vida. Cuando le pidió a Max Brod que, tras su muerte, destruyera toda su obra, en realidad le estaba suplicando (de una forma muy retorcida, desde luego) que se encargara de publicarla. De lo contrario la habría destruido él mismo. Esto es inobjetable.
Es muy gratificante escribir La ciudad de los prodigios, compararla con obras maestras con las que comparte poética y, finalmente, comprobar que lo que uno ha escrito está a la altura de las circunstancias. Pero ¿con qué o con quién se iba a comparar Kafka?
En resumidas cuentas, queridos lectores, leed a Kafka y después -sólo después- leed a Eduardo Mendoza.
Algún que otro amigo me ha dicho que la prosa de La otra vida le parece muy culta, quizá demasiado. Ciertamente, se trata de una prosa culta. ¿Por qué?
En primer lugar, porque yo me he formado leyendo a los clásicos (ni a Dan Brown ni a Larsson ni a tantos otros autores que hoy en día forman parte del canon literario del lector medio). De hecho, el referente estilístico de mi novela es En busca del tiempo perdido, la obra maestra de Marcel Proust.
En segundo lugar, porque La otra vida es narrada por un adulto superdotado que rememora unos meses cruciales de su adolescencia. De modo que la prosa refleja la complejidad cognitiva del narrador, que construye un discurso de gran profundidad analítica y argumentativa. Así pues, esta prosa 'de altura' está al servicio de la verosimilitud del relato. Sin duda, a los lectores acostumbrados a la ligereza de algunos best seller les costará entrar en el texto; pero estoy convencido de que lo lograrán si hacen un pequeño esfuerzo; la novela contiene muchos mecanismos que los atraparán irremediablemente.
Finalizo esta entrada señalando que, aunque se han publicado otras novelas en las que aparecen personajes sobredotados (la exitosa La elegancia del erizo, por ejemplo), ninguna contiene un retrato emocional de un individuo de altas capacidades tan profundo como La otra vida, ni plantea tan abiertamente la problemática de estos sujetos. Desde luego, la novela pondrá a prueba todos los prejuicios del lector.
Antes o después de leer la novela, podéis consultar la sección de Altas Capacidades de la Web.
Ahora me voy a disfrutar de mis dos últimos días de vacaciones. Me acaban de comunicar que el lunes comienzo a trabajar en un nuevo instituto. A ver qué me espera...
Os dejo un enlace a un excelente artículo de la profesora de literatura y crítica literaria Noemí Montetes Mairal. Para que nos entendamos, se trata de un artículo sobre la generación 'Nocilla'.
Uf, por fin he terminado de revisar las galeradas de La otra vida. Han sido tres días de duro trabajo en los que no he abandonado mi domicilio.
He leído ya tantas veces esta novela, que ahora mismo tengo la sensación de que no volveré a leerla en mi vida. Bueno, afortunadamente el trabajo ha sido productivo y he terminado de pulir las últimas aristas del texto (en realidad siempre son las penúltimas, pues la tarea de corrección no tiene fin. Pero en algún momento hay que parar. Si alguien encuentra erratas o errores a partir de octubre, que me disculpe, por favor).
Qué dura, por cierto, es la lectura de esta novela. Aunque me la sé de memoria, no deja de impactarme cada vez que la releo. En fin, debo de ser una persona con una visión del mundo un tanto pesimista.
Ahora me merezco un breve descanso.
Esta madrugada he soñado que yo no sabía nada acerca de Bioshock y que alguien -no recuerdo quién- me regalaba una copia. Pero este no es el tema de esta nueva entrada...
A ver, hablaré un poco de mis fracasos editoriales. Lo mejor es que me centre en la novela que -¡milagro!- se va a publicar en octubre:
Pues bien, hace ya seis años que la escribí. En un principio, fue rechazada por aproximadamente media docena de editoriales (las más importantes); posteriormente, pasó desapercibida en varios certámenes literarios de cuantiosa dotación económica.
Entonces se me ocurrió presentarla a un certamen más modesto: el Caja Madrid de Narrativa del año 2006; pero en este también pasó desapercibida (el Primer Premio quedó desierto y, paradójicamente, se concedió el Accésit a La peste peor, de Santiago Ambao). Pues qué bien, pensé (entiéndase esto como un eufemismo). Total, que comencé a contactar con algunas agencias y, cómo no, me ignoraron. Hice una pequeña pausa debido al agotamiento y la frustración. En 2007 volví a la carga: le cambié el título a la novela (sólo el título, lo prometo) y la envié de nuevo al Caja Madrid de Narrativa. Y entonces ocurrió lo inesperado: ¡me concedieron el Accésit! Me llamó el presidente del Jurado y me dijo: "Su novela es excelente; trata muy bien la problemática escogida mediante una prosa de alta calidad. Ahora bien, si recortara su extensión sería mejor para sus intereses y la novela no perdería calidad". "La novela no se puede recortar", le contesté yo. Bueno, el caso es que me dieron 6000 euros y mi novela regresó al cajón de mi escritorio (Lengua de Trapo sólo publicaba la obra ganadora). A lo largo de los meses posteriores, a pesar del aval del Premio, mi novela volvió a ser rechazada por numerosas editoriales y agencias literarias. Atención a la respuesta de una prestigiosa agencia: "Su novela es demasiado literaria para los tiempos que corren. Ahora mismo los editores nos están pidiendo Larssons y Dan Browns"; o a la de una pequeña editorial que está haciendo un gran trabajo: "Su novela es muy ambiciosa, muy literaria, pero demasiado arriesgada para una editorial como la nuestra". En fin, por lo visto en este país se censura o ignora a los escritores que son literarios (Andrés Ibáñez escribió un artículo acerca de esto en el ABCD; ¡qué razón tenía!).
Voy a acabar ya, porque rememorar este periplo me pone de mal humor: Brosquil Ediciones se ha atrevido a publicar mi 'literaria' novela. Esto me dijo Alejandro Camarasa, director editorial del sello, tras leer mi texto: "Yo nunca había leído algo así. Es increíble que se trate de tu primer libro. Enhorabuena". Pues muchas gracias.
Y ahora la coda: en el momento que mi literatura entre en el circuito editorial, ya no habrá forma alguna de expulsarla. No se os ocurra dejar de leer La otra vida.
Después de reflexionar durante varios días, he decidido inaugurar este blog con una entrada sobre el que, en mi opinión, es el mejor videojuego que ha dado la industria del ocio electrónico hasta la fecha: Bioshock.
He de reconocer que, desde que tengo uso de razón, los videojuegos me han atraído tanto como la literatura. Les he dedicado gran parte de mi tiempo y, la verdad, hoy en día no concibo la posibilidad de abandonarlos en el futuro; de hecho, si la literatura no se hubiera impuesto, me habría encantado dedicarme al diseño de videojuegos (aunque, obviamente, habría tenido que emigrar a otro país).
Bien, el objetivo de esta entrada no es otro que el de atraer a personas que no están interesadas en los videojuegos, quizá por considerarlos un entretenimiento de adolescentes con acné o de adultos que se niegan a madurar (o por cualquier otro motivo). Y es que si hay un videojuego que pueda interesar -e incluso fascinar- a una persona culta e inquieta ese es Bioshock.
Bioshock, que fue publicado en agosto de 2007, es el fruto del esfuerzo creativo del estudio Irrational Games, que, dirigido por Ken Levine, dejó a todo el sector del ocio electrónico boquiabierto cuando lanzó su criatura al mercado (yo mismo entré en una especie de éxtasis estético tras terminar la demo que se public ó en agosto de 2007 en el bazar de XBOX Live). Pocas veces una nueva franquicia ha logrado tanta repercusión crítica y mediática. Tanto es así que, a pesar de que sólo han transcurrido poco más de dos años desde su advenimiento, Bioshock es ya considerado un clásico y, por descontado, una obra maestra a la altura de otras como Mario 64, Metal Gear Solid, ICO o Shadow of the Colossus, por citar algunos de los títulos paradigmáticos.
En febrero de 2010 se publicó su secuela: Bioshock 2 (este no es responsabilidad de Irrational Games), que, aun tratándose de un videojuego excelente, se limita a copiar la estructura del original, con lo cual no se produce un salto cualitativo. Esperemos que la revolución tenga lugar con el recién anunciado Bioshock Infinite, en el que, ahora sí, Irrational Games lleva trabajando dos años y medio. Por lo visto, habrá que esperar hasta 2012.
Pero, volviendo al original, ¿qué lo hace tan prodigioso? Sintetizando: su profundidad ideológica sin precedentes; su eximio diseño artístico; su gran capacidad de inmersión; y, sobre todo, su sofisticada y revolucionaria estructura narrativa.
Aquí tenéis un artículo sobre la narrativa de Bioshock que publiqué en 2007 en un par de webs especializadas en la cultura del videojuego: La narrativa integral en Bioshock. Y, a continuación, algunas de las críticas que realizaron medios especializados:
1. Meristation
2. 3DJuegos
3. 1UP
4. Recopilación de críticas (Metacritic)
En fin, ¿a qué esperáis para adentraros en la enigmática ciudad sumergida de Rapture, la gran protagonista del videojuego?